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sábado, 18 de agosto de 2018

OPINIÓN | EL DESAYUNO DE LOS IDIOTAS

Como cada mañana, Martín se levantaba temprano. Amanecía perezoso entre las paredes gastadas de una cochambrosa habitación que le otorgaba el calor suficiente para disfrutar de un plácido sueño reparador. Constante y disciplinario, su rutina diaria incluía un desayuno poco ostentoso, a base de pan con miel y azúcar y un cortado de café. Entre sueños, encendía la televisión para hacerse eco de las últimas noticias, de las que quería y las que no gustaba de escuchar. Martín trabajaba en un bar, era camarero, y tenía 24 años. Pero podía haber tenido 17, 25, 31 o 42.
Martín pertenece a esa nueva generación cuyo manido lema ya se encuentra desgastado, “la generación más preparada del mundo”. Una generación que ha visto sus sueños truncados por la corrupción generalizada a cualquier escala y la falta de recursos económicos para poder ser lo que siempre quiso, maestro. Sin embargo, Martín no pertenece a aquel grupo de jóvenes de su generación que se reúnen en torno a la barra de un bar para criticar el sistema. Martín critica a regañadientes mientras barre con el escobón el piso del bar. Martín se enfurece mientras contempla las noticias en el desayuno y escucha términos como “malversación”, “lujo”, “austeridad” o “confianza”.
Porque lejos de huir, Martín se preocupa. Martín se encarga de mantenerse cada mañana bien informado, Martín se instruye, se ilustra, no se vanagloria de su titulación universitaria y continúa formándose. No se le caen los anillos por trabajar como camarero, y sueña con toparse algún día con algún miembro de su generación que también se preocupe. Porque además, Martín quiere formar una familia. Y Martín tiene muy claro el legado que quiere dejarles a sus hijos. Una herencia que se mantenga al margen del humano impulso de dejar a nuestros hijos el legado de nuestros errores. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia a muchos de los jóvenes de hoy en día de los políticos que les regentan? Su posición. Porque dos tercios de la población joven española tan solo abre un periódico cuatro, tal vez cinco veces al año -posiblemente muchos solo el Marca-, escudándose en el viejo e infantil argumento de “es que siempre dicen las mismas mentiras”. Esos dos tercios tampoco escuchan la radio más allá de radiofórmula musical, no ven programas formativos en televisión y no se preocupan por algo más allá de las redes sociales. No obstante, su juventud les avala para reclamar medios de comunicación de calidad, serios y plurales. Aunque luego ni los frecuenten.
Esos dos tercios de la población joven crecerán antes de lo que parece, y mientras se hacen mayores, continúan en una inmadurez extrema en la que solo se preocupan por divertirse y por el generalizado “carpe diem”, sin darse cuenta de que aprovechar el momento es algo más que perfumarlo con alcohol, decorarlo con fiestas y resacas e intentar llenar vacíos interiores con recursos de imagen. Aprovechar el momento es precisamente ser conscientes del punto crítico en el que se encuentra la sociedad hoy, más allá de corruptelas y tramas que a todos nos asquean y nos cansan. Ese momento que es un punto de no retorno, en el que la sociedad decide más allá del dinero que algunos pueden robar, y que está dando sus últimos coletazos para recordarnos que las cosas solo salen adelante si cuentan con respaldo social. Y Martín se encuentra en ese momento, en el que todo se decide, en el que la vida puede dar un giro hacia la evolución o hacia la involución. Martín, o Marty McFly para los amigos, ha visto lo que hay, y ha decidido regresar al pasado colapsado por una sociedad en la que pensó que no existirían las guerras y que la madurez habría llegado. Como el estudiante que piensa que al salir del instituto y llegar a la universidad todo va a cambiar.
Marty ha decidido regresar al pasado para evitar el humano impulso, ese que nos empuja a salir airosos y bien pasados de nuestros propios errores, aunque tengan que pagarlos nuestros descendientes futuros.

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